Por Silvia Portorrico


Franco Vaccarini es un verdadero trabajador de la palabra. Prolífico, exitoso, querido por sus lectores y colegas, recorre de manera incansable escuelas, ferias del libro, pueblos y ciudades, para encontrarse con su público. Los chicos y jóvenes que lo leen siguen las peripecias de sus personajes, disfrutan de sus ficciones; los adultos, lo eligen y recomiendan.
Franco nació en Lincoln, provincia de Buenos Aires. De chico vivió en el campo, asistió a una escuela rural y ordeñó vacas junto a su padre y sus hermanos. Hizo la secundaria en la ciudad de Lincoln y fue para él descubrir un mundo fascinante que lo empujó, años después, a radicarse en Buenos Aires. En la contratapa de “El último día de invierno”, editado por Libros del Náufrago aclaran “llegó a la ciudad con un sueño indestructible: convertirse en escritor”. Y parece que logró su meta, porque ha publicado más de 45 libros y obtuvo en 2006 el importante premio El barco de vapor.
Nos encontramos en un bar de Palermo, llovía. La ocasión fue propicia para charlar. Siempre tengo curiosidad por saber qué leen los escritores, así que comencé, nomás, haciéndole una pregunta no demasiado original, pero muy útil a la hora de obtener buenas recomendaciones para mis propias lecturas.
¿Qué te gusta leer? ¿Qué tenés en este momento sobre tu mesita de luz?
El gran placer de este invierno: Amélie Nothomb. Por ahora leí “Cosmética del enemigo” y “Biografía del hambre”. Unos amigos hicieron una vaquita y ayer me regalaron “Diario de Golondrina”, de la misma autora. Esa vaquita les alcanzó también para “Materia dispuesta”, de Juan Villoro. Ahora bien, la composición de mi mesa de luz varía de estación en estación; a mí me gusta leer lo que ya sé que me va a gustar; pero cada vez estoy más dispuesto a leer lo que me recomiendan, a no privarme de autores que a priori sospecho que no son para mí. Y resulta que a veces son totalmente para mí. Para no enredarme en la selva de autores y libros que dan vueltas por mi vida todo el tiempo, voy exactamente a mi mesa de luz, y allí están “Kryptonita”, de Leonardo Oyola , “Camino a Aletheia”, de Victoria Bayona, “Edward Lear”, de César Aira y “La pluma y el bisturí”, un enorme libro sobre microficción de Luisa Valenzuela, Raúl Brasca y Sandra Bianchi. Está “Dóberman” de Gustavo Ferreyra. Están los “Relatos del Oeste californiano”, de Bret Harte. Y “Los Pichiciegos”, de Fogwill, una nueva y linda edición. Un libro que me regalaron hace tiempo de Pessoa “Eróstrato y la búsqueda de la inmortalidad”, son pastillitas pessoanas, por así decir. Y “Zama”, de Antonio Di Benedetto; “Misteriosa Buenos Aires”, de Mújica Láinez, que me viene deslumbrando; y los tres tomos de “Los miserables” de Víctor Hugo, un gigante. Mi mesa de luz es muy grande y tan arbitraria como el azar y mis gustos.
Cada lector otorga un sentido particular a su experiencia literaria. Desde tu recorrido como lector y como constructor de ficciones ¿podrías definir qué significa para vos la literatura? 
Una zona de tráfico intenso entre fronteras. De cómo desde el país de lo imaginario intentamos explicarnos qué es esa cosa tan extraña llamada realidad, en la que vivimos, amamos, crecemos y, todo hay que decirlo, morimos.
¿Tuviste alguna vez la sensación de leer algo que transformara tu visión del mundo y de la vida?
La iniciación literaria carece de espectacularidad, no es un concierto de rock, ni un relámpago, ni una visión. Es un proceso pasmosamente lento. Podría mentir y decir que fue transformadora la lectura de un determinado libro o la visita que le hice a Borges a los dieciocho años, alguna charla o entrevista con Abelardo Castillo, el taller con Hebe Uhart. Lo cierto es que si busqué a esos íconos es porque algo había ocurrido antes. Y eso anterior fue perderme de tarde en tarde en el modesto laberinto de la biblioteca familiar, en el calor que provenía de esos estantes polvorientos, del que surgió, para mí, la sal de la vida. O ver a mi padre escribiendo a la luz de un farol o a mi madre llenando crucigramas a medianoche, para conservar la memoria, según ella. Yo no sé si se puede amar a un libro; a un objeto. Sí creo que se puede articular a partir de leer libros un modo de pertenecer al mundo, de hacer amigos, de aprender a expresarse, a través de esa doble mirada: la que observa lo que hay alrededor y lo inaccesible, lo que está remotamente escondido dentro nuestro.
    
Sartre en ¿Qué es la literatura? valora el mensaje de la obra literaria por encima de lo estético y precisamente por eso libera a la poesía del compromiso con la realidad. Considera que la prosa es una herramienta para decir algo al mundo. ¿Creés que la literatura tiene que transmitir un mensaje? 
Con el tiempo descubrí que nadie tiene razón cuando traza límites, los cartógrafos del pensamiento pueden ser genios dotados de un poder maravilloso para enlazar ideas y brindarnos el placer estético de ver su inteligencia en ebullición; no tienen razón porque nadie puede tener razón en estas cuestiones. Los buenos ensayos –y si algo pretende un ensayo es comunicar – se parecen a la poesía. La poesía va de contrabando en todos los géneros. Un ensayo de Sartre, de Borges, de Abelardo Castillo es también poesía porque la belleza nos remonta siempre a la poesía. La belleza no tiene razón y qué importa. En cuanto a la segunda parte de tu pregunta, uf. Qué puedo decir. Todos en algún momento nos vimos entreverados en algo así; o nos entreveran de afuera. El mejor mensaje que un lector puede encontrar en un libro es una historia bien contada. La literatura sólo debiera utilizarse para una meta: la creación de lectores. Es un fin en sí y no hay meta más alta. Estamos mucho mejor que ayer al respecto.
¿Cuál es tu objetivo cuando escribís, pensás en los chicos como receptores de tu literatura?
Mi objetivo es escribir de la mejor manera posible, de verdad es lo que me importa. Después del primer borrador, a revisar y a corregir para que ese borrador cobre la forma apropiada. Pienso que el lector no puede ser muy diferente a mí. Escribiría igual sin lectores, porque no tengo más remedio que escribir; pero mi vida sería más melancólica y vacía. Sería una vida sin objetos de culto y el lector es algo así como una divinidad: tenemos fe en su existencia. Sospechamos que nos comprende y nos alienta.
Sé que en otras ocasiones te formularon esta misma pregunta, pero hay una inquietud entre los autores que recién comienzan acerca de cómo pueden iniciar su camino profesional. A partir de tu experiencia ¿qué les dirías?
¿Cómo pude yo? Me costó años. A la inmensa mayoría nos cuesta años: cinco, diez, quince años. La respuesta es fácil, lo difícil es que te publiquen. La respuesta es: leé mucho, ocupate de encontrar tu mejor forma y después, a fortalecerte, a aceptar con humildad una respuesta negativa, la indiferencia, el silencio, un consejo. Sobre todo hay que valorar a los editores generosos que, aunque no nos publiquen, se toman un tiempo para darnos sugerencias. Nada me parece más estéril que suponer que las “crueles leyes del mercado” conspiran contra nosotros. Es mejor suponer que los demás tienen razón, que tenemos potencial, pero que todavía nos falta afinar la puntería. Exigirnos un poco más, ser más rigurosos sin caer en la autocrítica destructiva, que es como un narcisismo al revés. Al fin y al cabo nadie nos pide ser genios. Cualquiera tiene derecho a ser el escritor que es, no el que sus modelos le hicieron ilusionar que podría ser. Me gusta pensar que quien encuentra una voz propia, tarde o temprano encontrará todo lo demás.
Si te interesa saber más sobre Franco Vaccarini, entrá ahttp://es.wikipedia.org/wiki/Franco_Vaccarini
Si querés comunicarte con él: http://es-la.facebook.com/franco.vaccarini