domingo, 6 de julio de 2014

Desde sus palabras...

...conozcamos a Ricardo Chávez Castañeda

La escritura y la lectura de la esperanza
O la risa más joven del mundo 

30 de marzo de 2012
Hay en la literatura algo que podríamos llamar esencialistamente “humor” y dividir así en dos a la literatura: poner de un lado aquélla que con buen humor se escribe y que con buen humor se lee, y poner del otro lado aquélla que desde el mal humor se crea y desde el mal humor se necesita. A la primera le hemos llamado “literatura infantil” y a la segunda le denominamos simplemente “literatura”.
Y es entonces el humor – no la complejidad o sencillez estructural, no el uso lingüístico, no la tipología de personajes –
la cualidad que las distingue.

La intención “humorística” de la literatura infantil se origina, tiene su causa primordial, en el público lector al que se dirige. Dicho de una manera obvia pero al mismo tiempo provocadora: si no existiesen niños, no sería necesario el buen humor ni para leer ni para escribir.
Este tipo de buen humor del que voy a hablar aquí es el humor más joven de la humanidad. Tiene apenas cien años de existencia y es preponderantemente un producto occidental.

Si no se comete el error de confundir la fantasía con literatura infantil – y entonces no se piensa en Las mil y una noches, por ejemplo- y si no se comete el error de confundir los mitos y las leyendas con literatura infantil – y entonces no se piensa en la recolección de historias orales hecha por los hermanos Grimm, por ejemplo-, entonces podrá aceptarse la obviedad de que la literatura infantil nace con el concepto de “niñez” y que esta literatura es uno de los productos- junto con la psicología del desarrollo, la pedagogía, los derechos de los niños, etc.- de la llamada “centuria feliz”: los cien años en los cuales el mundo occidental quiso por primera vez en la historia hacerse cargo con toda conciencia y con entera dedicación de sus nuevas generaciones. Sí, el siglo XX.

Cien años puede parecernos nada en comparación con la larga historia documentada y con la larguísima prehistoria de nuestra especie, y sin embargo, todos los seres humanos vivos provenimos de allí. Quienes actualmente poblamos el planeta –la humanidad en turno-, hemos nacido en ese siglo o en los primeros años de este siglo XXI, y salvo por poquísimas personas cuya edad oscila entre los ciento veinte y los ciento diez años, nosotros -el 99.99999999% de la humanidad actual- somos frutos de esta centuria. Sus hijos predilectos por ser sus únicos hijos.

El “buen humor” con que se nos recibió al llegar al mundo a cada uno de nosotros no tuvo que ver con la risa y la sonrisa cultivadas por la literatura de todos los tiempos- esa gracia nacida en la comedia griega y que se fue ramificando en la literatura satírica, en las parodias, en los entremeses, en el humor negro, en la ironía, en el cinismo y etcétera, etcétera., etcétera.-. La gracia con que se nos envolvió como en aterciopelada manta y donde se nos meció como en maternales brazos fue un humor distinto, recién inventado, algo unido a la benevolencia, a la protección, a la delicadeza.

Tal literatura benevolente, tal literatura que protege, tal literatura delicada es lo que en el presente texto denomino “buen humor”: el buen humor con que se escribe y el buen humor con que se lee el mundo a través de palabras y de historias cuyo sentimiento fundamental es la ternura.

Tierno, según el diccionario es aquello “que se deforma fácilmente por la presión y es fácil de romper y partir”. La ternura en la literatura sería entonces la cuidadosa preocupación de traer, través de la palabra, un mundo que no haga daño.

El buen humor inventado para hacernos cargo de quienes son vulnerables es -gracias a nosotros, los hijos predilectos que nos hemos convertido en padres y abuelos, gracias a nosotros, pues, y a nuestra terca creencia en la posibilidad de modelar nuestra condición humana - la principal puerta de acceso a la realidad que desde hace cien años atraviesan las nuevas generaciones. El “ábrete sésamo” de esta puerta hecha de papel conduce a la niñez a un lugar que se parece la realidad. Sólo se le parece. Es un simulacro, un escenario casi teatral, cuyo fin - allí lo deseamos y allí lo trabajamos: el deseo y el trabajo a través de la palabra- es dar la mejor versión de nuestra especie y de la civilización que hemos creado.

Analógicamente podría decirse que los frascos con tapas imposibles de abrir, los productos químicos puestos en las estanterías más altas de las casas, los protectores de cada contacto eléctrico, las armas o los instrumentos cortantes y pesados guardados bajo llave, provienen de la misma preocupación y ocupación con que la literatura infantil procura cuidar a los niños. Todo este diseñado medio ambiente de los hogares, cuyo propósito es impedir que los niños se lastimen a sí mismos, tiene su parangón en el diseño del mundo que se elabora a través de la palabra y la ficción. Lo que hace la literatura infantil en el plano mental es impedir que ciertas ideas, saberes, verdades, intoxiquen, corten, machuquen, enfermen a los niños.

Pero si el diseño del entorno hogareño y de los otros espacios físicos donde suelen residir las nuevas generaciones –jardines, parques, escuelas- se fundamenta en la sustracción: restar para poner buena parte del mundo fuera del alcance de sus manos o, en sentido contrario, para poner a los niños fuera del alcance de las manos del mundo, el diseño el medio mental se fundamenta en una operación distinta. Contra lo que pudiera pensarse – y quizá por eso no ha hecho falta elaborar una historia de la censura en la literatura infantil - la sustracción no es la piedra de toque de la literatura infantil sino la sustitución.

La magia de dar gato por liebre. Y no voy a hablar del contenido metafórico y alegórico de esta literatura –darnos lo figurado por lo literal- , ni de su exagerada antropomorfización – darnos animales y cosas animadas por humanos-, ni de su didactismo abusivo- darnos enseñanza por diversión-, rasgos todos que nuevamente son una consecuencia y no una causa de la literatura infantil. La esencia sustitutiva de la literatura infantil es la obligada puesta en escena de una versión del mundo, de una versión benevolente, protectora, delicada y tierna del mundo, para evitar que se hagan daño, y tal arquitectura de la sustitución tiene su perenne fundamento en el “buen humor” de la literatura infantil.

Me explico: tanto a la hora de crearla como a la hora de exponerse a ella a través de la lectura, el estado sentimental exigido se resume en la palabra “celebrar” y todas sus derivaciones lingüísticas: celebrar el mundo, hacerlo celebrable, darle celebridad, descubrir lo celebratorio, compartir la celebritud, e incluso hacer celebramen, hacer celebrancia, hacer celebraje: sí, alabar, aplaudir, venerar lo que somos los seres humanos y lo que hemos hecho del mundo.

El toque de Midas para quien escribe y para quien lee literatura infantil es el ejercicio del pensamiento utópico.

No soy ingenuo. Sé bien que la mayor parte de la literatura infantil que hemos hecho y que hacemos hoy en día no se toma, digámoslo así, muy en serio este humor y lo que significa, de modo que buena parte de lo que hacemos es o bien una miniaturización de los otros humores – un kindergarten del sarcasmo, de la ironía, de la crueldad, del cinismo - o bien una fábrica de la seriedad mal entendida cuyos resultados son el didactismo y el moralismo. La tanta pobreza que sale de nuestras manos llega a tantos pobres ojos para empobrecer a tantas mentes.

Supongo que es inevitable que parte de la literatura infantil sea víctima de esta pueril corrupción y de esta dictadura del economicismo, ambas derivadas de la misma incapacidad de simpatizar o, al menos, de empatizar con la naturaleza perceptual, afectiva, intelectual, y de sociabilidad de los seres recién llegados y en proceso de humanización.

Ocurre así porque el “buen humor” de la literatura infantil es acaso el más difícil de todos los buenos humores inventados por la humanidad. Se trata de la esperanza, del ejercicio de la esperanza. Lo que quiero decir es que la sonrisa y la risa que se derivan de la esperanza se distinguen de aquellas otras sonrisas y risas manufacturadas para el mundo adulto que en realidad encubren el mal humor derivado del saber: saber lo que somos y saber lo que hemos creado. Por eso la ironía, la parodia, el sarcasmo, el humor negro, la sátira, el cinismo.

Escribir y leer literatura infantil es por encima de todo el rito de esperanzar.
La maravilla de la literatura infantil para quienes la escribimos es probar una y otra vez la esperanza, probar hasta dónde puede ser llevada.

En realidad no hay mejor medio ambiente para trabajar la esperanza humana (Y no la desesperanza que podría ser una definición de “la otra literatura”) que las páginas pensadas para los niños: páginas como ventanas para asomarse al mundo sin riesgos, sin amenazas, sin peligro de quedarse, literal y figurativamente, sin cabeza.

El trabajo de la esperanza humana se resume en un par de antiquísimas prácticas para hacernos de comida: la pesca y la agricultura. Digamos que de esperanza se alimentan los “espíritus” de la niñez y que entonces no tenemos sino dos opciones: pescarla o sembrarla, para que nuestras nuevas generaciones no se mueran de hambre

Los buenos escritores de literatura infantil son aquellos que trabajan la esperanza pescándola o cultivándola. La mala literatura infantil no se trabaja.

La pesca requiere de buenos observadores, de mucha paciencia, de sabiduría para reconocer los lugares propicios para lanzar las redes y recoger historias. Se trata verdaderamente de pescar lo celebrable de nuestra humanidad y nuestra civilización.
Si dar una versión benévola del mundo es la función de la literatura infantil – piénsese en ese tapete que solemos colocar en los umbrales con la leyenda “Bienvenidos”-, los escritores pescadores dan entonces esa bienvenida a las nuevas generaciones con una estética ligada al realismo. Realismo purificado, esterilizado, neutralizado, podríamos denominarle así. Su trabajo es encontrar de nuestra humanidad y de nuestro mundo, aquello que es rescatable, digno de multiplicar en ejemplo, merecedor de preservación, y dárselos a los niños como regalo a través de historias.

El “BIENVENIDOS AL MUNDO” de los escritores agricultores es distinto. Lo suyo no son los alimentos terminados y listos para consumir, sino las semillas. Lo que estos escritores ven no existe todavía y por eso se necesita de aún más paciencia que la requerida en la pesca para hacer salir del suelo lo que tan fácilmente parece salir del agua. Cultivar una realidad inexistente, eso resume su faena. El regalo que dan los escritores agricultores a las nuevas generaciones es un universo paralelo. E intentan algo un poco delirante con ello: convertir la esperanza en fe. Una fe loca como toda buena fe, es decir, una que mueva montañas y que resucite muertos. Los escritores agricultores no dirían que es un engaño. Dirían que aprender mentalmente a deslizar montañas y aprender mentalmente a devolver la vida es parte del proceso de la siembra y de la germinación. Dirían que se trata de extender una creencia: la creencia en la creencia. Es decir, la fe en la fuerza de las manos y las cabezas y los corazones humanos para empezar a crear aquello en lo que han aprendido primeramente a creer.

Dije antes provocadoramente que si no hubiera niños no existiría la necesidad del buen humor. Ahora diría que si el mundo no fuera lo que es, tampoco existiría la necesidad del buen humor.

El buen humor – y esto va a sonar mal- protege del saber (mientras que el mal humor proviene del saber para aliviar momentáneamente de ese saber).
Lo que quiero decir –y esto va a sonar peor- es que la verdad y la literatura infantil no se llevan bien.

El buen humor de la literatura infantil proviene de su ausencia y es por su ausencia que florece.

De hecho, todas las operaciones de sustitución de la literatura infantil son en realidad una sustracción mayúscula: la censura de la verdad.

La literatura del buen humor reniega y le da la espalda a esa verdad que tarde o temprano alcanzará a las nuevas generaciones para descabezarlas o volverlas adultas. Es la verdad la que nos hace residentes del mal humor y de su breve antídoto: el humor amargo, irónico, sarcástico, cruel, paródico, cínico.

Los escritores de literatura infantil tenemos una loca esperanza, una demencial fe: el yacimiento de buen humor de una generación puede hacer la diferencia. El mundo es una tabla raza para cada descendencia y treinta años pueden ser suficientes para extraer otra humanidad de la humanidad si llenamos la boca de sus espíritus con historias benévolas, protectoras, delicadas y tiernas. Es decir, si logramos darles la esperanza que todavía no saben que habrán de necesitar.

Se trata ya no sólo de celebrar, del mundo nuestro y de la humanidad nuestra, aquello que haya de celebrable para que en su adultez no se mueran de hambre antes de tiempo, sino para que la propia vida de nuestra especie no siga los caminos del fin prematuro que, por desgracia, también, y tan bien, hemos sabido pescar de la vida y cultivar en la imaginación con el propósito consciente o inconsciente de llevarla al papel y así reduplicar en palabras y en historias, los actos que son antiregalos, los actos que son anticelebración, de una parte de nuestra humanidad que también busca multiplicarse y derramarse por el mundo y por las páginas como un final de la esperanza.

Digamos que a la literatura infantil también ha llegado la guerra y lo que nos disputamos aquí son la sonrisa y la risa más jóvenes de la humanida: aquéllas que esperancen o aquéllas ya tan prontamente listas para desesperar y desesperanzar en el mundo por venir.

30 de marzo de 2012
Ricardo Chávez Castañeda

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